Oh, Santo Dios

Oh, Santo Dios, Jesús, Señor.
Tu mano me tocó.
Me amaste a mí, un pecador.
Tu gracia me salvó.

Tu gracia recibí, dulzura y luz.
Yo nunca merecí tanto amor.
Mi vida renació, se iluminó.
De la sombra pasé a la luz.

El poder restaurador de estas palabras me llevó a comprender que existía un Padre y que, a través de este canto, debía comprender lo que me estaba diciendo: que Él había estado siempre a mi lado, acompañándome en la tristeza permanente que experimenté durante quince años; y que era posible ver la luz después de tanto tiempo sumida en la oscuridad. A la edad de diecinueve años, aborté a mi primer hijo, que hoy lleva el nombre de Juan Andrés. El dolor que este hecho me causó, ha sido la experiencia más traumática que una mujer puede pasar, porque lo que no hacemos conciencia en el momento de tomar tan drástica decisión es que lo que ocurre es el asesinato de nuestro propio hijo con nuestras manos, las manos de quien se supone está para protegerlo, arrullarlo, las manos de su madre. Por tanto, lo que tampoco sabemos es que junto a ese bebé morimos también nosotras.
El recuerdo de ese hijo nos acompañará toda la vida. Experimenté muchas depresiones durante esos quince años. La vida no tenía sentido, a pesar de que durante ese tiempo me casé, tuve dos hijos y logré formar una hermosa familia. Pero seguía faltándome “algo”. Me sentía desvalorizada, aun cuando mi esposo se encargaba de hacerme sentir importante. Me aislaba, me desagradaba tener que relacionarme con otras personas, las fiestas de fin de año me causaban aún más dolor, especialmente la Navidad.
Un dato no menos importante que quisiera destacar en este testimonio es que no profesaba ninguna religión (a diferencia de mi esposo e hijos, pues mi marido es católico y mis hijos estudian en un colegio católico), hasta un momento muy especial que marcó un antes y un después en mi vida. Sucedió que cuando mi hija menor iba a recibir a Cristo por primera vez en el sacramento de la Comunión, sentí que no era digna de acompañarla. Se lo hice saber al sacerdote, “contándole mi historia de dolor”. Él inmediatamente me acogió. Ésta fue la primera vez, en quince años, que contaba mi secreto.
Como no tenía ningún sacramento, acepté ser bautizada el día antes de la Primera Comunión de mi hija, después que el sacerdote me hizo comprender que existe un Padre que me ama y que me amó siempre; que este Padre era capaz de perdonarme, sólo que yo debía perdonarme primero; y que, a partir de mi Bautismo, me presentaba ante Dios, sin ningún pecado. Éste fue el momento que marcó la diferencia. Luego vino mi propia Primera Comunión con Cristo, que me permitió sentir Su presencia en mí. Fue realmente maravilloso. Mi corazón rebozaba de gozo y alegría. Tal como lo escribí al principio, el canto de perdón que escuché entonces caló mi alma, y hasta el día de hoy no ha dejado de emocionarme.
Desde ese momento, comenzó mi caminar junto al sacerdote que supo ver mi dolor de madre y que se propuso ayudarme a encontrar mi completa sanación. Durante ocho meses, nos reunimos todas las semanas para que yo pudiera escuchar la palabra conciliadora de Dios Padre, conociera el amor misericordioso que da a todo el que quiera recibirlo, y aprendiera a seguirlo, porque es en Él donde encontramos la paz interior, donde llegamos a comprender que Él paga sólo con amor nuestras ingratitudes, que olvida, que perdona, que borra todo pecado y vuelve a creer en nosotros, ¡Qué Maravilla!, ¿verdad? Por esto debemos preguntarnos: ¿Quién más nos ama así? ¿Quién sabe más de nosotros que el que nos creó? En verdad, es maravilloso “sentir” la presencia de aquél que nos conduce y conforta.
Han pasado ya siete años desde esta bella experiencia y he recuperado la alegría de vivir. Fui encontrándole sentido a todo lo que hacía y me convertí en una enamorada de la vida y de todo aquello que me rodeaba. Vivo en una región privilegiada por la naturaleza, por lo que no me canso de dar gracias a Dios por tan bella creación. Me gusta internarme en los bosques, escuchar el ruido del agua, de las aves. Hasta mis sentidos han despertado.
Pero sentía la necesidad de preguntarme: ¿Qué hago ahora? Creo que los hechos que parecen robarle el sentido a la vida, muchas veces tienen que ver con el sufrimiento y con la muerte, pero lo que no llegamos a comprender es que de ellos nace el hermoso desafío de resurgir, de resucitar a una nueva vida. Desde aquí, me he planteado la urgente necesidad de ayudar a quienes podían estar pasando por una experiencia similar a la mía. Pero mi necesidad no nace del “tener que hacer”, sino que surge del “querer” y del “sentir”. A esto estaba siendo llamada, y es que, a través de mi experiencia, comprendí que tenía un propósito que cumplir, por lo que he hecho de él mi apostolado.
Conocí el Proyecto Esperanza tiempo después de haberme recuperado. Saber que existe una instancia donde sólo se encuentra la acogida, es consolador para todas las mujeres que no tuvieron la oportunidad que tuve de conocer a este sacerdote que tiempo después fue nombrado Obispo de una ciudad del sur de nuestro país, y de quien, por lo tanto, tuve que separarme. Pero, de acuerdo a sus palabras, ya era capaz de seguir caminando junto al Señor y, por esto, su misión conmigo había concluido.
Hoy integro felizmente esta Corporación con toda mi experiencia, que se convirtió en mi más preciado tesoro. De ella, saco las fuerzas para defender la vida del que está por nacer, como también para acompañar a aquellas mujeres que han pasado por la experiencia del aborto, convirtiéndome sólo en el instrumento de escucha que tanto se necesita en momentos de tanto dolor.
No quisiera terminar este testimonio, sin compartir una inmensa alegría que llevo en mi corazón, y es que después de diecisiete años, he sido bendecida por el Señor y colmada de su Espíritu Santo que me ha enviado a mi cuarto hijito, lo que me ha llevado a confirmar que el Señor ha hecho en mí grandes maravillas. Me emociona ser protagonista de tanto milagro, por lo que no me queda más que decir: ¡Gracias, Señor!

Ely