No es fácil hacer esta carta

No es fácil hacer esta carta. Es cierto que viví todo un proceso de sanación y que he logrado curar mis heridas y darle otro sentido a mi dolor. Me es difícil recordar cómo era antes de que ocurriera todo. Hoy tengo veintiséis años y me es complicado recordar y conectarme con hace unos diez años atrás. Siento que era una adolescente normal cursando primero medio y estaba en un mundo nuevo para mí. Me había cambiado por primera vez del colegio que estaba al frente de mi casa, y era toda una experiencia el salir del lado de mis padres, tener nuevos amigos, nuevos sueños, aspiraciones y grandes proyectos.
Y fue así cuando también comencé a pololear. El padre de mi hijo era el segundo pololo que tenía y creí que sería para siempre. Yo tenía quince años y él veinte cuando comenzamos a salir. Lo quería y creía que él también me quería. Pero con el tiempo me di cuenta de que no era así. Llevábamos juntos como un año cuando supe que estaba embarazada. Yo estaba enojada con mi pololo y cuando le conté que estaba embarazada, simplemente respondió que no era suyo el hijo que yo esperaba. El corazón se me rompió. Me faltaban tres meses para cumplir dieciséis años, y sentí que mi vida terminaba. No sabía qué hacer. Lo único que tenía claro era que esperaba un hijo. En las noches, a escondidas, le hablaba a mi hijo y le contaba cuentos como mi papá hacía conmigo cuando era pequeña. Fue difícil, ya que por un lado estaba contenta de estar embarazada y, por el otro, sentía que mi vida se caía a pedazos, con mis sueños y proyectos.
Pasó muy poco tiempo entre que me enteré que estaba embarazada y que mis padres se dieron cuenta. Apenas supe mi embarazo, supe que tenía que cuidarlo. Pedí una hora al médico y fue así como mi mamá se dio cuenta de lo que estaba pasando. Ella me llevo al médico para comprobar que efectivamente estaba embarazada y que tenía poco más de un mes. Desde ahí, todo pasó tan rápido. Cuando mi papá y mi hermano se enteraron, me retaron, dejaron de hablarme y comenzaron a decidir por mí. Yo no sabía qué hacer. Ellos me comunicaron lo del aborto como la gran opción que me estaban dando y como la única ayuda que me darían. Claro está que lo reafirmaban con las típicas preguntas que no hacían más que agobiarme ¿Qué vas hacer con un hijo a tu edad? No podrás seguir estudiando, tendrás que trabajar, etc. Así era como ellos justificaban el aborto como la única opción, no había otra.
Mi mamá había sido madre soltera y me decía que no quería que sufriera lo que ella había vivido, pero nunca pensó que me estaba haciendo tanto daño. No lo pensó, y cuando llegó ese fatídico día ya estaba todo arreglado. A mí sólo me avisaron el día y la hora donde me tenía que juntar con mi mamá. Mi familia se había preocupado de todo. No me acuerdo de mucho. Tengo vagos recuerdos de cómo andaba vestida, de lo gorda y rubia que era la enfermera que me hizo el aborto, y que mi mamá me acompañó.
Cuando llegamos al lugar, yo sólo le pedía a Dios que algo pasara, que viniera el papá de mi hijo a rescatarnos, que algo impidiera el aborto. Pero nada de eso ocurrió, nada de eso. Sólo me decían lo que tenía que hacer y yo comencé a llorar y le suplicaba a mi mamá que me sacara de ahí, que por favor nos fuéramos. Yo la veía llorar al lado mío, pero no hizo nada. Cuando pasó todo y la enfermera me anestesió, no sentí dolor físico, pero sí sentí que junto con mi hijo me estaban arrancando la vida. Sentí que esa niña inocente, con sueños y proyectos, con ganas de vivir, estaba muriendo también. Cuando todo termino, lo único que quería era morir. Ese día caí en un hoyo oscuro y profundo y más que vivir, comencé a sobrevivir.
Yo no entendía por qué Dios permitió que me pasara todo eso, y comencé a creer que era porque era mala, y así pase muchos años. Cada cosa buena que me pasaba, yo misma me encargaba de alejarla, porque no la merecía. Dejé de creer en el amor y cualquier cosa buena que me llegaba, me encargaba de alejarme de ella lo más pronto posible. De una u otra manera, intenté olvidar lo ocurrido, hacer como si nunca hubiera pasado, pero fue imposible. Muchas veces me desvelé llorando sin saber por qué y, por más que intentara negarlo, mis peores pesadillas se encargaban de recordármelo.
Así viví muchos años, llevando este duelo por dentro. Cuando conocí a un hombre a quien comencé a querer y en quien pude confiar, también intenté alejarme de él y negar lo que estaba sintiendo. Junto con este hombre, comenzó a estar nuevamente Dios en mi vida y, por esas cosas de la vida que no creo que haya sido una coincidencia, sino como un milagro, escuché por primera vez qué era y qué hacía el Proyecto Esperanza. No puedo mentir y decir que fue algo mágico, que el miedo y el dolor desaparecieron. No. Ya estaba tan acostumbrada a vivir así, que tenía pánico de mirar nuevamente dentro de mí. Volver a reconocer el dolor, volver a sentirlo, me daba terror, y fue con ese temor que comencé un largo proceso de sanación, pero ahora de adentro hacia fuera. Reconocer el dolor y ya no esconderlo, sino reconocer que, a pesar de la muerte, mi hijo tenía un lugar, no conmigo, sino con Dios, y reencontrarme con él y con Dios, pero no con un Dios castigador, sino sanador, que perdona, que ama y enseña a perdonar. Algo dentro de mí revivió y comencé a sentirme como el ave fénix. Sentí que renacía de las cenizas, no como antes, como esa niña de dieciséis años, sino como una mujer de veintidós, con un hijo que tiene un nombre y un lugar dentro de mi corazón y, ése es Felipe. Éste es el nombre que había pensado ponerle cuando naciera, pero como no nació físicamente, nunca lo pude hacer. Y ese nombre había quedado también oculto y guardado dentro de mi corazón. Pero al vivir el proceso de sanación y darme cuenta del gran misterio de amor que tiene Dios, y saber que mi hijo está vivo junto a Él, yo al fin le pude dar su nombre y sentirme por primera vez MADRE. Poder reconocerlo fue lo que me ayudo a sanar.
Al recapitular ahora todo lo que he vivido en el Proyecto, me he podido dar cuenta de cuánto ha significado para mí y todo lo que me ha ayudado a sanar mis heridas y a recuperar lo más importante que tiene una persona en la vida: la esperanza de vivir, de creer, de soñar, de amar y de sentirse amada, tanto por uno misma, por los demás, por mi hijo y por el mismo Dios.