Testimonio de una acompañante

 Una persona se acerca a la puerta. Me doy cuenta de que viene cabizbaja, su mirada es triste. Apuro el paso y salgo a su encuentro. “¿Eres Miriam?”, pregunto, tratando de mirar esos ojos esquivos que no desean fijarse en los míos. “Sí”, me responde una voz suave, nerviosa, que sale del fondo del alma, como pidiendo permiso. “Soy María Elena, te estaba esperando”, le digo. Su mirada se fija en la mía y comienza a temblar. Le abro mis brazos para que pueda descansar. Siento el peso de su agobio, su pena, el largo caminar-peregrinar que ha realizado para llegar a compartir lo que está en su corazón. “Ven, pasa. Has llegado a casa”. Y su mirada se vuelve dulce–triste, y las facciones de su rostro se relajan.
Ese primer encuentro de alguna forma anticipa lo que será el acompañamiento. Desde ese instante, nuestro caminar se volverá acompasado. Estaremos juntas, conversando del dolor de la partida del hijo, del aborto, de sus sueños de adolescente y cómo se vieron interrumpidos por este eje que marcó un antes y un después en su vida, de sus pesadillas de noche y de su incansable búsqueda de paz cada amanecer de un nuevo día. Seremos caminantes en busca de luz. Podremos detenernos a la vera del camino para tomar aliento y beber de la fuente, o caminar a pasos agigantados si la luz penetra y nos permite ver por dónde quiere el Señor que avancemos. Miriam caminará delante de mí. Yo pondré mis pies junto a los suyos y le podré señalar un trazado, pero es ella quien tiene que decidir si lo toma o no. Yo acompaño.

Cuando comencé a vivir la experiencia de acompañar, no tenía muy claro cómo hacerlo. Tenía sólo ciertas luces que sostenían mi sensación de que Dios me pedía poner mis pies al lado de una mujer o un hombre que sufriera por la pérdida de un hijo abortado. Estas luces eran la capacidad de percibir su dolor, el sentimiento de la profundidad de la Misericordia de Dios, la certeza del sentido de la vida tanto del hijo abortado como de la persona que venía a pedir ayuda, y el don de la maternidad que el Señor me había regalado.
Mis grandes maestros en el acompañamiento han sido las personas acompañadas. Cada una de ellas me ha enseñado algo nuevo, tanto del dolor, como del consuelo y la esperanza. Cada una de ellas ha sido un misterio del amor de Dios que se acerca a mi vida para decirme que mi existencia tiene sentido si puedo caminar con otros, por otros y para otros, siguiendo las huellas de su Hijo Jesús en su cruz, su muerte y su resurrección. Todas estas etapas de la vida del Señor están presentes en el Proyecto Esperanza.
Uno de los hechos que con más fuerza me remece interiormente al iniciar la experiencia del acompañamiento, es constatar la fuerte influencia que tienen los padres en la decisión de abortar de los jóvenes. Cada vez que las mujeres relatan sus historias de vida antes de abortar, la presencia del padre o de la madre aparece una y otra vez, como un eslabón importante en la decisión, ya sea porque la afectada (acompañanda) no se ha sentido amada plenamente por ellos, o bien porque tiene la vivencia de un amor condicionado a diferentes logros que alcanzar para agradarles y satisfacer las necesidades que ellos tienen de sus hijos.
Por lo general, ante un embarazo imprevisto, surge el dilema de cómo decírselo a la mamá o al papá. A muchas/os, esta sola idea los paraliza, hace entrar en pánico y oscurece su conciencia. Un día, llegué a mi casa y les dije a mis cuatro hijos que necesitaba decirles algo. Sorprendidos por la premura de esta mamá, me escucharon decirle a cada uno cómo era el amor que le tenía y lo que él significaba para mí. Les dije lo que me había enseñado cada uno, y el reflejo de Dios que trajo a nuestro hogar. Les dije que mi amor era incondicional, y que no tenían que hacer mérito para que los amara, mi amor es. Y les fui diciendo que, si alguna vez en su vida hacían algo grave, no tuvieran miedo en contárnoslo. Como papás, podríamos en un principio enojarnos, pero siempre íbamos a estar disponibles para ayudarlos. Fue un momento familiar que ha quedado en el recuerdo de todos como un paso de Dios en nuestras vidas. Ahora tres de ellos son padres, y puedo contemplar cómo aman a sus hijos.
Otro hecho que me impacta, es el sentido de la vida del bebé que no logró ver la luz del día. Cada uno de esos hijos tiene algo que decir a sus padres. En este caminar, las mamás y los papás van descubriendo el sentido de la vida del hijo y el mensaje de amor que les deja para sus propias vidas y, por qué no decirlo, para que ellos lo entreguen a los demás. Cuando los padres descubren este mensaje, su vida cambia y viene la luz y la esperanza. Ser testigo de ese momento es un privilegio venido de Dios. También lo es experimentar que esas vidas tienen algo que decirnos a todos nosotros. Ellos, los bebés, hacen su trabajo silencioso desde el cielo, y podemos acudir a ellos en los momentos difíciles para que intercedan ante el Padre Dios para que nos ayude. Ellos no quieren que los olvidemos, tienen toda la disponibilidad para ayudarnos a que tengamos alegría, paz y vida.
Durante estos últimos años, he tenido situaciones de mucho dolor, una de ellas es la enfermedad de uno de mis hijos que lo ha tenido con riesgo vital. En esos momentos, les he pedido especialmente a estos bebés que conversen con Jesús y la Virgen, y que puedan ayudarlo. Sé que lo hacen y, en lo personal, me reconfortan y acompañan en mi propio caminar.
Gracias a todas las Miriam que han venido hasta mi puerta.
Gracias a todos los papás que me han dejado acompañarlos en su dolor y me han enseñado cómo sufren los hombres.

Gracias a todos los familiares de las segundas victimas del aborto, que me han permitido acompañar los procesos familiares que conlleva su drama.
Gracias a la Virgen, que maternalmente va caminado entre Miriam y yo. Ella es la que nos da de beber de la fuente de agua viva: su Hijo Jesús.

 

M. Elena Kretschmer C.