Relato de una fundadora del Proyecto Esperanza

La experiencia más cruel que pueda vivir un ser humano es la de abortar a un hijo. Sentir la culpa, el remordimiento, la soledad, la amargura y la frustración, buscar respuestas a tantas preguntas y no encontrarlas o, más bien, no querer enfrentarse a ellas. Tener la necesidad de abrazar al hijo, de verlo crecer, sufrir el dolor de no tener un lugar dónde dejarle una flor… Esto es lo que viven tantos hombres y mujeres que han provocado la muerte de un hijo. Sólo el encuentro con la fe y, a través de ella, y con la Misericordia infinita de Dios, vivir cada día Su perdón y así reencontrar de manera espiritual al hijo perdido, es lo que da la fortaleza para seguir viviendo con la seguridad de que existirá el abrazo que tanto se añora.
Decidí escribir este testimonio, pensando en la ayuda que pueda significar para muchas personas que sufren tras haberse practicado un aborto, y para los muchos sacerdotes a quienes les toca acoger su arrepentimiento. Quizás estas páginas puedan ofrecerles una alternativa de ayuda o, al menos, les indiquen dónde encontrarla.
Nunca imagine cómo el aborto cambiaría mi vida, mis proyectos y mis prioridades. Provengo de una familia normal de clase media, con una mamá dedicada al cuidado de sus tres hijas y un papá que trabajaba en forma responsable para nuestra mantención. Si hubo dificultades, éstas eran las propias de los aprietos económicos, pero las sorteábamos de buena manera. De temperamento extrovertido, como la mayoría de los adolescentes, crecí participando en actividades fuera de la casa, primero en el colegio, luego en grupos juveniles políticos y pastorales. Hasta ese momento, era responsable con mi vida y mis pololeos.

Casi al cumplir dieciocho años, conocí a quien años después iba a ser mi esposo. Nuestra relación era muy buena, basada en el apoyo y el respeto mutuos. Yo soñaba con llegar a la Universidad y ser Asistente Social. Las injusticias, las desigualdades, la falta de apoyo a los más débiles eran mi motivación.
Mis planes no se dieron como quería. Quedé en la carrera de Pedagogía Básica en la Universidad Católica, en una sede fuera de Santiago. Como la carrera no me gustaba y además significaba estar lejos de mi familia y de mi pololo, mis padres me dieron la posibilidad de no continuar. Poco después, entré a trabajar y fue entonces cuando por primera vez estuve con una mujer que quería abortar. Fui testigo de lo fácil que fue para ella. Había bastado una inyección. Nunca la vi arrepentida ni menos deprimida; al contrario, se la veía feliz.
Dos años más tarde, me puse de novia y al año siguiente nos casamos. Dejé mi trabajo y me dedique al cuidado del hogar. Nuestros proyectos no eran distintos a los de la mayoría de los recién casados: ahorrar para una casa, un auto y tener hijos. ¿Cuántos?, no más de dos, decía mi marido, por la experiencia de su familia con muchos hermanos y muchas privaciones; y yo, no más de tres, porque éramos tres, y no se veía tan mal, con privaciones, pero nunca tan terribles ni difíciles de superar.
A los seis meses de matrimonio, quede embarazada. Toda la familia estaba feliz, en especial mis padres que serían abuelos por primera vez. Nueve meses después, nació nuestra primera hija. Fue un parto muy difícil, que me trajo serias complicaciones sicológicas y de salud, pero mi hija era sana y esto era todo lo que importaba. Sin embargo, por las mismas dificultades del parto, decidí no tener más hijos. Seguí entonces el consejo del doctor, que me recomendó un dispositivo intrauterino para evitar el embarazo.
Cuando mi hija tenía sólo cinco meses de vida, quede nuevamente embarazada. Se me vino entonces el mundo encima. El dispositivo no había resultado y me aterraba la sola idea de pasar por un nuevo parto. Con el apoyo de mi familia y de mi esposo, las cosas se hicieron más fáciles ya que pude atenderme en una clínica particular para evitar mayor sufrimiento…Todo estuvo perfecto, porque nació un varón. Teníamos la parejita, y con eso ya no era necesario pensar en otro hijo. Di por ello gracias a Dios.
Comenzamos a soñar y a ahorrar para comprar nuestra casa. Ya habíamos adquirido nuestro auto. Meses después, cuando mi hija no cumplía los tres años ni mi hijo los dos, quede nuevamente embarazada. La noticia me paralizó. Me sentí culpable de darle otra preocupación a mi esposo, porque sabía que tres niños no eran lo que él quería, al menos en ese momento. Reafirmó mi culpabilidad la actitud del medico que me dijo que cómo se me ocurría embarazarme otra vez, y que tres partos en tres años consecutivos no eran buenos para la salud de nadie. Cuando se lo comenté a mi esposo, su reacción no fue de apoyo ni de rechazo. Sólo me pidió que fuera el último embarazo, porque de lo contrario tendríamos dificultades económicas. Como no era algo que le pudiera asegurar, termine por decirle que no tendría este hijo. Él se quedo en silencio, lo que me indicó que no quería el embarazo, y me sentí aún más culpable.
A partir de entonces, mi vida cambio. No quería levantarme por las mañanas, ni menos salir de la casa. Sólo las responsabilidades con mis hijos lograban moverme. Una farmacéutica amiga me facilitó inyecciones, pero no tuvieron resultado. Me imaginaba a mi hijo pidiéndome que no lo abortara. Tenía discusiones con mi esposo por cualquier motivo, un juguete mal puesto, el llanto de un niño, en fin, pero nunca se tocó el tema. Yo hacía todo cuanto creía que debía hacer para no pasar la carga de otro hijo a la familia. Mis padres me apoyaban cualquiera fuera mi decisión, pues creo que no se sentían con derecho a opinar.
Después supe de un doctor y de una clínica. Recuerdo cada palabra del doctor, cada día previo al aborto, las cosas que soñaba, la actitud distante de mi esposo que me hacía sentir aún más culpable de haberlo enfrentado a un embarazo que él no quería o bien no sabía cómo mantener.
Recuerdo lo humillante del trato en la “clínica”. Sentía que no era yo quien pasaba por todo eso, que todo era un mal sueño. Recuerdo los colores de la sala, el olor a humedad, la frazada gris característica de los hospitales. Sentía que a nadie le importaba, que sólo era un producto y que, como madre, no valía nada.
No sé cuál fue el método empleado ni lo quise consultar. Desperté llorando y preguntando por mi hijo. Una mujer que estaba a mi lado me pidió que no llorara, porque podría tener temperatura y complicar la situación. Me vestí. Mi esposo me fue a recoger. Casi no hablamos. Recuerdo un día nublado de mayo. Ya nada tenía sentido para mí. Me sentía sucia, un estropajo. Sentía que algo me faltaba, y trataba de convencerme de que la decisión había sido correcta. No quería escuchar a nadie que intentara consolarme o que tratara de justificar la situación. Era la peor de las mujeres.
En mi familia, se evitaba el tema. Supe después que algunos nunca estuvieron de acuerdo, pero no opinaron por respeto a mi decisión. Ellos no imaginaban que yo sólo quería que alguien me dijera que no lo hiciera, que sancionara mi actitud y la de mi esposo. Tal vez algo así pudo haber cambiado las cosas. No culpo a nadie, porque nadie más que yo fue la culpable. Definitivamente, fui yo quien se subió a la camilla.
El vació se acrecentó con el paso de los meses. Comencé a ver fotos de embarazos, a soñar con bebés. Me preguntaba en qué etapa habría estado mi hijo. Le pedía a Dios que me “castigara”, sintiendo todos los dolores del parto el día que tendría que haber nacido, durante los primeros días de enero. Sé que Dios me escuchó, porque la noche del 6 de enero, en un sueño, viví el peor parto. Cuando desperté, supe que mi hijo habría nacido ese día. Desde entonces, todos los 6 de enero sé que él estaría de cumpleaños, tal vez ahora terminando una carrera, igual que sus hermanos.

Me alejé de la iglesia porque, por buscar justificación, también culpaba a Dios. ¿Por qué permitió que me embarazara? ¿Por qué permitió que abortara? ¿Por qué el día que fui a la clínica no hizo que el auto chocara o bien que el medico no apareciera? ¿Por qué permitió mi sufrimiento y el de mi hijo si nos ama tanto? Muchas veces le pregunte, ¿Señor, dónde está mi hijo? ¿Sufre por mi culpa o lo tienes a tu lado?
Debieron pasar cuatro años para que me diera cuenta de que el sentimiento de culpa que llevaba dentro, el peso de mi conciencia y la necesidad de llenar ese vacío que dejó mi hijo, me impedían vivir y preocuparme de mis otros hijos como ellos necesitaban. Cuatro años me costo ser capaz de acercarme a un sacerdote para confesarme. Cuando tuve el valor, me impactó su acogida y no pude aguantar el llanto. Pensaba que no merecía ser perdonada y buscaba pagar mi delito, pagar por la muerte de mi hijo, pero, por otra parte, quería ser consolada. Nunca olvidaré las palabras del sacerdote. A través de él, sentí el perdón de Dios, pero en ese momento ese perdón no me bastaba. ¿Cómo me perdonaba a mí misma? ¿Cómo sabría que mi hijo me perdonó? ¿Cómo sabría mi hijo cuánto lo necesitaba o cuán arrepentida estaba?
Cinco años después, un nuevo embarazo me produjo mucha alegría y me dio la sensación de estar devolviéndole la vida a mi hijo. Pero lo perdí a las pocas semanas. Sentí entonces que Dios me había castigado y que no merecía otro hijo. Ésa fue mi última oportunidad, porque unos tumores uterinos acabaron luego con cualquier posibilidad de embarazo cuando recién tenía treinta y dos años. ¿Cómo podía tener la seguridad de que Dios me había perdonado si me hacia sufrir nuevamente? Alcanzar esa respuesta fue un largo proceso que, en mi caso, duró años, pues el Síndrome Post Aborto no era aún muy conocido.
Como penitencia, el sacerdote me había pedido que trabajara para defender a los niños que están por nacer, y así evitar que otra mujer sufriera lo que yo sufría y, de este modo, convirtiera mi dolor y experiencia tan negativos en algo positivo, si se le puede llamar de esa forma. Volví a mi casa con una misión, sin saber por dónde comenzar.

Unos meses después, vi en la televisión un anuncio que difundía la labor de una institución de ayuda a las madres en riesgo de aborto, y pensé que ésa sería mi manera de comenzar a pagar mi deuda. Porque así lo sentí, me acerqué y ofrecí mi apoyo. De este modo, conocí a un joven matrimonio, Elizabeth y Raúl, que sería muy importante en mi proceso y hasta el día de hoy. Con su ayuda, asumí la tarea de la prevención del aborto a través de charlas que dictaría a jóvenes y adultos.
Me preparé a conciencia en un tema tan controvertido y que pocos quieren enfrentar. En muchas ocasiones, al final de las charlas se nos acercaban mujeres llorando y nos contaban que habían abortado a sus hijos. Todas contaban historias diferentes. En muchos casos, ni siquiera su familia sabía lo que habían hecho, y sólo podían llorar de noche o en silencio, para que nadie lo supiera. Otras mujeres temían el rechazo de sus esposos si se enteraban de lo que habían vivido antes de conocerlos, y esa pena se hacía cada vez más grande. Era un duelo solitario. Al escuchar a estas mujeres, sabíamos que habíamos abierto una herida profunda y no teníamos cómo acompañarlas en su camino. Comprobé así que mis recuerdos, mis angustias, el sentimiento de vacío y de culpa, el buscar la forma de reparar el daño eran sentimientos comunes a todas las mujeres en mi situación. Es un dolor espiritual, un dolor del alma, no por el método empleado ni por la circunstancia que hubiera llevado al aborto, sino por la necesidad del hijo, de sentirlo, de tocarlo.
Elizabeth tuvo la oportunidad de viajar a Estados Unidos, donde conoció el Proyecto Raquel, que consiste en talleres de sanación post aborto. De ese viaje, me trajo una cassette con una Misa por los niños abortados. Conseguí que lo escuchara un sacerdote junto a otras personas a quienes el tema les llegaba mucho. Durante la Misa que dijo luego, el sacerdote nos invitó a darle un nombre a nuestro hijo. Fue una Misa muy hermosa. Por este mismo sacerdote, supe que ellos conocen muy poco el tema del aborto, o bien no saben cómo enfrentarlo. Mientras tanto, me iba encaminando hacia la sanación espiritual que tanto necesitaba y, junto a Elizabeth, nos adentrábamos más y más en el Síndrome Post Aborto.

Aun cuando el sentimiento de dolor, vacío, culpa y arrepentimiento por haber dado muerte a un hijo mediante el aborto es el mismo en todas las mujeres del mundo, unas profesionales nos ayudaron a adecuar a nuestra realidad el manual de atención traído de los Estados Unidos. Así fue naciendo el Proyecto Esperanza.
En ese tiempo, conocí a un medico psiquiatra uruguayo muy calificado en el tema, pues lo había estudiado durante años. Con su ayuda, pude entender mis procesos y la necesidad de superarlos.
Hace ya varios años, tuve que asumir mi vida sola junto a mis hijos. Mi esposo tomó un camino diferente al de esta familia. ¿Motivos? Muchos, pero no puedo desconocer que uno de ellos es secuela del aborto. Mientras yo necesitaba hablar de mi pena, él lo evitaba. Para él, era pasado; para mí, cada día más presente. Comprendí por qué hay tanta falta de caridad, tanto odio, tanta violencia en el mundo ¡Cuánto de la realidad del aborto no estará presente en la vida de quienes se refugian en la violencia, las drogas, el alcohol o las relaciones promiscuas, intentando borrar ese hecho de sus vidas! Gracias a Dios, no forme parte de esa violencia, porque tuve la capacidad de revertir la situación, de volcar lo negativo en positivo y hacerle justicia a la muerte de mi hijo. Lo más cercano a la violencia, fue escribirle una carta al médico que me realizó el aborto, haciéndole ver el daño que hacía. Esta violencia también me asoma a veces en discusiones con mujeres partidarias del aborto, que pretenden hacer creer que no daña o que el Síndrome Post Aborto no existe.
Hoy veo la vida de otra manera. Sé que existe un mañana que me permitirá reencontrarme con mi hijo. Tengo una misión donde quiera que vaya, un apostolado. Mis hijos están grandes, son profesionales y hoy conocen la verdad. No fue fácil. Hace unos años, quise traer a mi casa una imagen de Nuestra Señora de la Visitación que peregrinaba por Chile por la causa de la defensa de la vida, en especial por los niños por nacer. Entonces, me encomendé a Ella para que, como madre, me diera el valor para contarles a mis hijos el secreto que llevaba dentro.

Sentía que con mi silencio los traicionaba, y ellos no se lo merecían. No pasaron dos semanas, y la ayuda de la Virgen se reveló a través de un sueño que tuvo mi hijo, un día 6 de enero.
Él despertó angustiado, pidiéndome que le explicara si yo tenía un secreto, porque en su sueño vio que mis manos se quemaban y yo no les permitía a ellos apagar el fuego, pues les decía que era sólo un problema mío. En el alboroto, despertó también mi hija y se sumó a la pregunta del hermano. Me sentí acorralada, pero me acorde de lo que yo había pedido a la Virgen y, de este modo, mis hijos supieron la verdad: que tuvieron un hermano. Siento también que pudieron entender a esta mamá tan obsesiva con el tema del aborto. Nos abrazamos. Les conté que ese día su hermano estaría cumpliendo diecinueve años… Ellos me dijeron que ahora me valoraban mucho más. Un rato después, mi hijo me abrazó y me dijo al oído: “¡Mamá, descansa de estos diecinueve años. Ahora estamos nosotros contigo!” Y así lo he sentido. Ellos son mi mayor apoyo, a pesar de que no saben que a veces, cuando les llamo la atención por algo con lo que no estoy de acuerdo, siento que podrían pensar que no tengo derecho a decirles nada, porque los privé de un hermano que tal vez estaría jugando o discutiendo con ellos, o bien tomando parte en cada reunión familiar.
Sé que mi experiencia no sólo cambió mi vida, sino la de mi familia y los amigos que me rodean y apoyan en cada tarea que emprendo, porque entienden mi prioridad. ¿Cómo mi hijo pudo relacionar su sueño con mi secreto? Una vez más, comprendí que no estaba sola.
Hoy trabajo dando charlas a través de una ONG Pro Vida, y paso parte del día en el computador, contestando mails y ayudando a mujeres que quieren abortar o que han abortado, no importa del país que sean, porque la angustia no tiene idiomas, ni cultura, ni distancias.
Nunca me cansaré de repetir que el aborto no se justifica en ningún caso. No sólo muere un niño inocente, muere también una parte importante de la mujer, del padre y de la familia de ese niño. El Proyecto Esperanza

no puede restaurar la vida de un hijo, pero puede devolverle a sus padres las ganas de vivir, de sentir al hijo presente y de servir a Dios en esta triste experiencia que marca nuestras vidas para siempre. El Proyecto nos devuelve la Esperanza en el reencuentro con nuestros hijos que ahora tienen un nombre. Mi hijo se llama Moisés.